martes, 25 de mayo de 2010

El arte contemporáneo como «Club de Tobi»

(Desarrollo aquí con mis palabras otro tema planteado por Taniel Morales en su clase. Las alusiones airadas y la lista de nombres son de mi propia cosecha, no de Taniel.)
Hay cierta vertiente del arte contemporáneo que se convierte en un hecho social, pero no por incidir en la convivencia de extensos grupos abiertos, sino porque hacen de las inauguraciones y las soirées actos de una cofradía exclusiva. Éste es el arte como «Club de Tobi».

El arte, cierto arte, no ha dejado de estar aliado al poder. Desde la Antigüedad hasta hoy, pertenecer a una elite política y económica implica también la asunción de códigos sociales altamente determinados, entre cuyos signos más ostensibles se encuentra el arte.

Dentro de esa elite, las generaciones nacidas desde —más o menos— 1960 promueven e imponen un código en el que el arte contemporáneo, ya no el moderno, ocupa un lugar central.

Dado que las obras contemporáneas son abiertas y no se anquilosan en resultados estancados, se supone entonces falazmente que la libertad puede ser indiscriminada y que «todo vale». Existe un abuso del carácter libre del arte contemporáneo. La flexibilidad, las mutaciones y la adisciplinariedad (que no indisciplina) del mejor arte contemporáneo son rasgos parasitados por los adeptos del facilismo y la pereza mental.

Por ello es cómodo, para alguien con influencia económica o política, asumir esa falta de rigor y entrar al círculo de gente que también influye en el arte. «¡Quiero ser artista o curador!», puede exclamar cualquier individuo con dinero e influencias. Al día siguiente, ya está exponiendo en Berlín o Ámsterdam.

Lo más grave es que esos individuos no actúan solos. Juntos construyen una red de poder que acaba imponiéndose. Hoy esa red es internacional. Sus rasgos son:

- Seguir las modas aceptadas por las galerías ricas de Estados Unidos y Europa occidental.
- Promover un arte que se basa sólo en los valores del entretenimiento: frivolidad, banalidad y efectismo.
- Actuar con diletantismo y cinismo respecto a la calidad o falta de ella en sus obras.
- Manejar una jerga cool (sea lo que signifique esa palabreja).
- Aparecer en las secciones de sociales y revistas rosas para la clase media aspiracional, pero con ínfulas cultas.
- Ser parte de un reducido grupo de gente bonita, o en su defecto sus adherentes. Como en la aristocracia europea, siempre aparecen los mismos apellidos en el arte mexicano y en el jet set.
- Usar las instituciones públicas para otorgar premios y becas a los propios amigos. Es decir, practicar el favoritismo y amiguismo.
-Excluir a quienes no son parte de esa red: ejercer una cerrazón de Cancerbero. Penetrar en esa red es dificilísimo, y derruirla es poco menos que imposible, puesto que se ha construido con la misma corrupción y defensa de privilegios que siempre ha perdurado en México.

Estos Exquisitos deciden qué entra y qué queda fuera del gran comercio del arte. Su estatus, alimentado de sí mismo y arraigado en el vacío, es una más de las modas que, por serlo, van y vienen. ¿Hacen arte contemporáneo? Sí, sin duda. ¿Ese arte será valioso en términos humanos dentro de una generación? Me permito dudarlo muchísimo.







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martes, 18 de mayo de 2010

El arte contemporáneo como ciencia de la realidad

Joseph Beuys plantando árboles en Kassel, Alemania, 1982, para su acción 7,000 robles. [¿Crédito de la foto?]


Más apuntes de la clase de Taniel Morales:

El arte contemporáneo en su manifestación más interesante puede ser considerado una «ciencia experimental de la realidad», basándonos en una noción que manejó Joseph Beuys: para él, el arte era un laboratorio de experimentación práctica.

El llamado «arte contemporáneo» se define en buena medida por la crítica y el comentario al arte moderno. De ahí que no pueda ser un artista auténticamente contemporáneo quien no entienda las categorías del arte moderno. El arte contemporáneo puede caracterizarse como el arte de la posmodernidad. El arte contemporáneo, al contrario del moderno, no plantea ninguna vanguardia.

(Eso no significa que el arte contemporáneo sea homogéneo y unánime; muy al contrario. De hecho, en la posmodernidad hay dos vertientes: una reaccionaria y otra progresista. Según los reaccionarios, se han acabado las jerarquías y todo vale. Por su parte, los progresistas asimilan críticamente la modernidad como lo hizo la Escuela de Fráncfort: «no toda la modernidad es mala».)

Algunos rasgos del arte contemporáneo son los siguientes:

POLISEMIA
La ciencia moderna busca la universalidad, la univocidad, la no contradicción. Al contrario, el arte contemporáneo no busca la universalidad del juicio, sino su pluralidad. La contradicción es parte de la vida, y el arte contemporáneo es uno de los lugares donde ella sí es un valor. La obra así entendida puede ser abierta, inconclusa, absurda, contradictoria.
Un filósofo afín a esta actitud es Martin Heidegger, que expidió un acta de defunción de la estética moderna de Kant y Hegel. Estos dos filósofos partían de la Ilustración, de la tecnociencia; su estética siempre añora la racionalidad. Por su parte, Heidegger habla más bien de aquello que es impenetrable por la razón: la «Tierra», la physis, que es impensable.

NO PERSONALISMO
En el arte moderno se da una admiración a la persona del artista genial. Pero en el arte contemporáneo, al contrario, la obra camina sola más allá de la persona del artista. Lo importante no es la autoría, no es lo que el artista declare sobre su propia obra, no un significado preestablecido. La participación y el proceso (frecuentemente colectivo) son cruciales. Lo importante es la interacción de cada espectador-participante con la obra.

ADISCIPLINARIEDAD
El arte contemporáneo no es multidisciplinario sino adisciplinario. No parte de un lenguaje preestablecido cuyos límites tengamos que respetar siempre (ejemplo: la pintura al fresco). Tampoco es la reunión de varias disciplinas separadas que por una vez se combinan (ejemplo: la ópera). El arte contemporáneo es un territorio a la vez infra y ultradeterminado, diferente del arte de los últimos 500 años: es un terreno de cruce y de paso para actividades tan diferentes como la literatura, las ciencias exactas, la filosofía, las ciencias sociales, las matemáticas y hasta la religión. Es todas esas disciplinas y ninguna de ellas. El centro está vacío. Todos estos territorios ocupan el arte y el arte los ocupa a ellos. De manera semejante, la posmodernidad es transeconómica, transexual, transcultural...

PROCESO
El arte contemporáneo no se enfoca en la forma ni en el objeto. Antes bien, se enfoca en la situación, el contexto, todo lo que hay detrás de la existencia del objeto y sus formas. Es un proceso (p. ej. social). La estética ya no es por sí sola un valor contemporáneo.
Para hacer énfasis en el proceso de la obra, puede ser útil un algoritmo. Según la vigésima segunda edición del diccionario de la Real Academia, un algoritmo es un «[c]onjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema», de modo que se pueda estructurar el proceso de una pieza. Es una estrategia para rehuir la forma. Ejemplos:

- Tomar todos los días a la misma hora una foto hacia el norte, sin importar en dónde se encuentre uno
- Tomar todos los días a la misma hora la primera cosa que esté a cinco metros de mí
- Colocar imanes en mis zapatos y ver qué se pega a ellos

Podemos buscar muchas más características del arte contemporáneo; pero por el momento es lo más importante según pienso.




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martes, 11 de mayo de 2010

MÁS APUNTES DE LA CLASE DE TANIEL MORALES

Seguramente el arte no ha sido una práctica homogénea en ninguna época; pero hoy en día es especialmente variado y contradictorio. Hoy pueden distinguirse:

TRES MODOS ACTUALES DEL ARTE
1. EL ARTE MODERNO COMO FORMA
2. EL ARTE CONTEMPORÁNEO COMO CIENCIA DE LA REALIDAD
3. EL ARTE CONTEMPORÁNEO COMO «CLUB DE TOBI»

A continuación se explican estas tres vertientes.


Picasso por Gjon Mili. Vallauris, 1949

EL ARTE MODERNO COMO FORMA
Nuestro actual concepto de «arte» nació en la época moderna, y es válido para las producciones estéticas que dominaron Occidente desde el Renacimiento [y especialmente a partir del Romanticismo] hasta mediados del siglo XX.

Es falso que el arte, en ese sentido, haya existido siempre. Las pinturas rupestres de Altamira, las esculturas de dioses del Egipto antiguo o la Coatlicue son obras estéticas muy poderosas, pero su «uso» (o sea la relación que sus coetáneos mantuvieron con ellas) no se parece en nada a la contemplación kantiana que intentamos sostener frente a un óleo en un museo. [Valga apuntar que estas ideas se remiten a los escritos de Hans Belting —a quien no he leído—, y que en Latinoamérica las difundió ampliamente Juan Acha —a quien sí—.]

La pintura ha existido siempre, pero no por eso es siempre arte. No toda la pintura, ni pasada ni actual, es necesariamente arte por el hecho de ser pintura. (Y no tiene que ser arte para ser buena; muchas obras consideradas «no artísticas» importan más en nuestras vidas que el llamado «arte».)

El arte de la época moderna (el «arte-arte») basó su valoración en la forma estética y en la excelencia técnica. El dominio manual de los materiales era un parámetro de perfección; el mejor artista era quien mejor representara los cuerpos y espacios visibles con un poco de aceite y pigmentos sobre tela o madera. La belleza o sublimidad de las representaciones era, asimismo, crucial; y no mucho después se introdujeron otras categorías como el pintoresquismo o la fealdad. Todo giraba, pues, fundamentalmente en torno a la estética: la apreciación con base en una sensibilidad más o menos espontánea.

Sin embargo, la idea moderna de arte no está exenta de contradicciones. Una de ellas es social: el arte moderno divide a su público de acuerdo con los códigos impuestos. Los entendidos se oponen entonces al vulgo ignorante. Y el experto máximo era el artista supuestamente genial, ahora legitimado. Los códigos ya están socialmente formados, y se nos ofrecen en una especie de menú: «o eres un exquisito o eres del populacho». Se trata del Arte (con mayúscula) como signo de estatus.

Esta situación es fomentada por la noción de progreso, característica de la modernidad. Para el pensamiento moderno, la innovación es un valor en sí mismo. Y la mejor expresión de ese valor se da en la ciencia. Sin duda, el (meta)discurso cientificista acabó dominando las otras actividades humanas. Así, se niega del pensamiento holístico y totalizador anterior a la modernizad: esto es el logocentrismo.

La educación se volvió racionalista y reduccionista. En el siglo XVIII los regímenes del despotismo ilustrado establecieron las academias de arte, siguiendo el modelo de las ciencias exactas: el conocimiento debía estar compartimentado y cuantificado. La Bauhaus pasó por ese modo de pensamiento, como pasan las actuales escuelas de diseño. Y aun hoy —en México— son instituciones como el Ceneval, el Conacyt, la ANUIES, la UNAM y la SEP las que determinan, con criterios cientificistas, cómo evaluar y certificar la educación, incluida la artística.

Un momento de especial frenesí en el arte de la modernidad se dio en la primera mitad del siglo XX con las llamadas vanguardias. Es verdad que ellas nunca fueron monolíticas, sino extraordinariamente plurales y variopintas. En muchos sentidos dinamitaron la idea decimonónica de modernidad. Pero en otros, fueron totalmente modernas.

La idea de vanguardia implica ya la existencia de un grupo de elite. Ese grupo sería la guía de los «atrasados», de los «desfavorecidos». En las vanguardias las revoluciones delegan sus avances; por ejemplo, las grandes masas del proletariado fueron guiadas por una minoría ilustrada. Ésa es la tragedia de las vanguardias: seguir siendo una elite.

Y aun más: las vanguardias nunca ponen en duda el humanismo de la filosofía clásica, el cual postula al individuo por encima de todo. Ese antropocentrismo se irá desvirtuando conforme la modernidad llegue a su ocaso —como dicen que llegó—.

En una nota posterior asentaré los apuntes sobre arte contemporáneo.






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