jueves, 10 de febrero de 2011

Sobre la Bienal Tamayo


La pintura muchas veces se ha anquilosado, y peor los discursos a su alrededor. El arte en general ya no puede catalogarse según las disciplinas de las Bellas Artes del modo en que lo hizo Lessing en su Laocoonte (y luego Galvano della Volpe y Clement Greenberg, por ejemplo). El arte contemporáneo ya no se divide según la «pureza» de los cinco sentidos ni según un material específico: bronce, mármol, óleo; sino que se basa sobre todo en estrategias: azar, citas, intervenciones, apropiaciones, documentaciones… Las mismas artes «visuales» ni siquiera pueden ya confiar siempre en la pura visualidad: son también conceptuales, incluida cierta pintura. ¿Eso significa que se debe hacer una bienal de arte en general y sin apellidos, un Arte con mayúscula, sea lo que esa entelequia signifique? ¿No hay ya una frontera entre, por ejemplo, la fotografía y la música? (Recuérdese la intersante propuesta hecha en la Bienal de la Universidad Autónoma del Estado de México, que en 2005 recatalogó las manifestaciones del arte en «imagen instante», «imagen movimiento» e «imagen tiempo».)

Pese al borramiento de las fronteras entre las manifestaciones artísticas sigue habiendo aún nichos muy delimitados como el Centro de la Imagen, una muestra de performance, festivales de videoarte y de arte sonoro. También sigue habiendo ciertas obras que se atienen a divisiones tradicionales de géneros, estilos, escuelas, disciplinas. Dado que se sigue produciendo pintura, ¿por qué no puede ser tan legítima una bienal de pintura como de otras disciplinas?

También existen artes emergentes, hegemónicas y residuales; coexisten simultáneamente tanto arte moderno como contemporáneo. La pintura puede ser contemporánea más allá de que ciertos pintores defiendan discursos con 60 años de envejecimiento. Si la convocatoria de la Bienal Tamayo sólo es respondida por la enésima generación de la Escuela Mexicana de Pintura, siempre se puede declarar desierto el concurso.

Lo anterior puede seguirse discutiendo por años. Se quiso, saludablemente, replantear una Bienal avejentada y agonizante, acercándola a las nuevas plataformas de producción artística y los lenguajes contemporáneos. Por desgracia, esta no parece ser la reflexión de los que quisieran suspender la Bienal ni de la mayoría de quienes la han rehabilitado. Lo malo no ha sido abrir el debate sino sólo discutir por discutir, empezando porque en 2007 se propuso la medida excluyente (afortunadamente abortada) de que la participación en Bienal se diera sólo por invitación VIP. Tampoco ahora se declara con qué criterios exactos va a implementarse esa «renovación» de la Bienal.

En una esquina estuvieron y están élites en las que campea la frivolidad. Para ellas todo vale, hasta la idea más gratuita y zonza, siempre que se apoye en galimatías teóricos que suenen importantes. (Léase el genial texto «Residencia en la caries» de Guillermo Sheridan, Letras Libres, junio de 2004: http://intisantamaria.blogspot.com/2010/01/residencia-en-la-caries.html.)

En la otra esquina están los pintores que buscan un trampolín legitimador, y que, ansiosos de reconocimento, aúllan ante la posible desaparición de un espacio supuestamente propio, pese a que al mismo tiempo reconocen que, de todos modos, la Bienal se había convertido en una pasarela de artistas-de-concurso donde sólo ganaban unos poquísimos apadrinados.

Y en medio quedó el debate serio de ideas, aislado y aplastado por ambos extremos y por las arbitrariedades políticas. Quizá todo esto no sea más que una muestra de cómo en México seguimos dependiendo de una legitimación estatal y cómo en el siglo XXI hemos sido incapaces de generar un espacio independiente para la pintura: dependemos mayormente de bienales, becas y premios financiados con dinero público. Puede atribuirse a ello la pugna por la Bienal.

Si bien la raíz del problema yace en la misma naturaleza del arte, este sainete particular no lo jugó la Pintura contra el Arte Contemporáneo. Lo jugaron algunos «pintores» contra algunos «artistas contemporáneos» (y viceversa). Y —ay— los políticos.







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