«Las
condiciones del arte contemporáneo» es una disertación del filósofo, dramaturgo
y novelista francés Alain Badiou presentada el viernes 11 de mayo de 2013 en la
Universidad Nacional de San Martín (Unsam), Buenos Aires. El video de esta
disertación se encuentra en el canal de YouTube perteneciente a Lectura Mundi,
un programa de la Unsam para «aventurarse más allá de las fronteras estrictas
de la universidad».
La transcripción
y corrección de la traducción directa fue realizada por Brumaria, un proyecto
de reflexión basado en Madrid.
www.brumaria.net/tag/alain-badiou/
Yo
realicé ajustes menores a la versión española del texto.
Comenzaré diciendo algunas palabras sobre
la expresión «arte contemporáneo». Si por «contemporáneo» entendemos
simplemente «de hoy» podríamos decir que todo arte es contemporáneo, dado que
todo arte es de su tiempo. Por lo que, sin duda, queremos decir otra cosa o
algo más cuando decimos «arte contemporáneo».
En realidad, la expresión «arte
contemporáneo» se entiende a partir de la expresión «arte moderno»: el arte
contemporáneo es lo que viene después del arte moderno. De modo que, para
entender bien el arte contemporáneo, tenemos que volver al arte moderno. El
problema está en saber si existe una ruptura entre lo moderno y lo
contemporáneo.
¿Qué es el arte moderno? Creo que se trata
de un arte que no es ni clásico ni romántico. O, más precisamente, el arte
moderno es un arte que supera lo clásico sin
llegar a ser romántico.
¿Qué es el romanticismo en el arte y más
allá del arte? Con respecto a lo clásico, el arte romántico afirma la novedad
de las formas, el movimiento creador, la existencia del «genio» artístico. No
se queda, pues, en la imitación del modelo antiguo, tal y como hacía el gran
arte clásico. En ese sentido, el romanticismo sale del clasicismo pero conserva
la idea de que lo bello está ligado a una infinitud trascendente, conserva la
idea de que lo bello nos hace comunicarnos con el infinito, de que hay algo
sagrado en la obra de arte. La fórmula filosófica más clara es la de Hegel,
cuando dice que «lo bello es la forma sensible de la Idea». Para el
romanticismo, la belleza artística es una representación finita de lo infinito
y, en ese sentido, sigue siendo eterna.
Por lo tanto, el arte moderno va a
conservar del romanticismo la idea de la novedad de las formas, la idea del
movimiento creador, la idea de que existe una verdadera Historia del Arte y no
sólo la repetición de formas antiguas, pero va a abandonar la trascendencia y
lo sagrado. Así, podríamos decir que el arte moderno es un testigo terrestre de
lo real obtenido por el movimiento de las formas.
Podemos observar que, en el arte moderno, a
partir de la segundad mitad del siglo XIX, tenemos un doble movimiento
artístico que es, a la vez, una búsqueda de
la simplicidad de las formas. Por ejemplo, los colores puros, los dibujos
simplificados, una construcción más geométrica… Entonces, tenemos una
simplificación de las formas pero, también, una complejidad de las formas, una
suerte de abstracción simple y compleja al mismo tiempo. En este sentido, el
arte moderno supera al arte romántico, lo instala en una temporalidad terrestre
pero conserva la idea de la eternidad de la obra, la idea de obra como
realización finita del arte.
Creo que podríamos decir que el arte
contemporáneo va a combatir la noción misma de obra, va a ir más allá de lo
moderno en su crítica del romanticismo y del clasicismo. En el fondo, el arte
contemporáneo es una crítica del arte mismo, una crítica artística del arte. Y
esta crítica artística del arte critica ante todo la noción finita de la obra.
Así, la noción de lo contemporáneo va a estar sometida a dos normas.
Primero, la posibilidad de repetición, que
fue un motivo introducido y desarrollado por Walter Benjamin. Se trata de la
idea de la reproductibilidad de la obra de arte, la idea de que la obra de arte
puede dar lugar a una serie basada en el modelo de la producción industrial. Se
trata del primer ataque contra la noción de Obra, porque la obra en el
clasicismo y en el romanticismo era por excelencia algo único. Esta unicidad de
la obra era la traducción de la relación del artista con la Idea, era como una
firma única de esta empresa espiritual. Así pues, la repetición, la
reproducción y la serialización son procedimientos para destruir la idea misma
de obra única.
En segundo lugar, va a haber un ataque
contra el artista o, más bien, contra la figura del artista. En el
romanticismo, el artista es una figura sagrada, es el garante de la unicidad de
la obra y es el que hace comunicar lo infinito con lo finito. Podríamos hablar
del Artista-Rey, después del Filósofo-Rey de Platón. Se ha dicho que, en el
siglo XIX, existía el Artista-Rey, pero en el arte contemporáneo se producen
ataques contra esta figura del artista mediante la idea de que, de alguna
manera, cualquiera puede ser artista, es decir, mediante la idea de que el
gesto artístico no sólo puede ser reproducido sino que, también, puede ser
producido de manera anónima, la idea de que la obra de arte puede no tener
firma y de que, quizás, no es otra cosa que la elección de un objeto. Aquí
tendríamos, evidentemente, la revolución propuesta por Marcel Duchamp, quien
pensaba que, por ejemplo, instalar un objeto era un gesto artístico y que todo
el mundo era capaz de realizar este gesto, revolución que también partía de la
idea de que el arte no es una técnica particular sino que es una elección de
medios que no está determinada de antemano.
Ésta es una idea muy importante. En el
período anterior, había artes precisas y definidas: la pintura, la escultura,
la música, la poesía, etc. Lo contemporáneo va a combatir, también, esta
separación de géneros. Va a decir que el gesto artístico no está determinado
por sus medios: podemos pintar y cantar al mismo tiempo, sin que se pueda
decidir qué es lo más importante. Asimismo, se pueden mezclar varias técnicas
conjuntamente y hacer desaparecer las fronteras artísticas. De ahí que la
figura del artista desaparezca: puesto que, precisamente, el artista ya no es
un técnico superior, ya no es un virtuoso, no habrá razones para que el artista
constituya una aristocracia. Entonces, en lo contemporáneo, se ataca la noción
romántica del «genio» del artista. Y esa sería la segunda crítica de lo contemporáneo
contra lo moderno.
Inmediatamente encontramos una tercera
crítica: renunciar a la permanencia de la obra y proponer, por el contrario,
una obra frágil, momentánea, que va a desaparecer. Lo cual va en contra de una
gran tradición, como es la tradición de la eternidad del arte: el arte era lo
que se elevaba por encima de la desaparición sensible. Por ejemplo, el color de
una hoja en otoño está condenado a la desaparición; sin embargo, el color de
una hoja en un cuadro es permanente. De ahí la idea de que la pintura es capaz
de crear un otoño eterno y es capaz de detener el movimiento de las estaciones.
Lo contemporáneo va a criticar esa visión y
va a decir que, por el contrario, el arte debe mostrar la fragilidad de lo que
existe, el paso del tiempo. También debe participar de la muerte, en lugar de
pretender estar por encima de ella. Filosóficamente, diremos que el arte
contemporáneo acepta la finitud y que, en este sentido, se opone al arte
moderno, el cual abandonó a Dios pero conservó la idea de Eternidad.
Esto nos daría tres criterios de lo
contemporáneo:
- la posibilidad de la repetición, de la
reproducción y de la serie,
- la posibilidad del anonimato
(resumiéndose, así, todo lo que atañe a la figura del artista) y,
- en tercer lugar, la crítica de la
eternidad y la voluntad de participar de la finitud.
El conjunto de esta filosofía creo que, en
realidad, es una filosofía de la vida. Y lo es porque la vida también se repite
y se reproduce, la vida es una suerte de fuerza anónima. La vida también es
frágil y está habitada por la muerte.
Así pues, podríamos decir que una ambición
de lo contemporáneo es crear «arte viviente», en sentido estricto, es decir,
reemplazar la inmovilidad de la obra por el movimiento de la vida.
¿En qué sentido eso es arte? Justamente ése
es el debate contemporáneo: si el arte debe compartir la vida, ¿cuál es su
función propia? El arte va dejar de ser algo que uno contempla, porque lo que
había que contemplar era justamente lo que detenía la vida, lo que iba más allá
del tiempo. En cambio, si la obra participa de la vida, la relación con la obra
de arte ya no podrá ser una relación de contemplación. El arte contemporáneo va
a tomar, entonces, otra dirección, que estará ligada a los efectos que produce:
el arte no será un espectáculo, ni un detenimiento del tiempo, más bien será lo
que se compromete en el tiempo mismo y produce efectos en el tiempo.
Se podría incluso decir que el arte clásico
es una instrucción para el sujeto, una lección para el sujeto y, en cambio, la
obra contemporánea apunta hacia una acción que cuestiona y transforma al
sujeto. Lo cual le va a aportar, todavía, una característica más: la ambición
política del arte contemporáneo.
¿Por qué va a tener necesariamente una
ambición política? Justamente porque intenta producir una transformación
subjetiva, al mismo tiempo que es un testimonio vivo sobre la vida.
Por estas razones, el arte contemporáneo no
se va a preocupar por la duración y, en cambio, sí que se va a preocupar por lo
inmediato. Va a ser un arte que estará presente en el presente, justamente
porque no apunta a la contemplación sino a la transformación.
Tendremos, así, dos formas de arte
características de lo contemporáneo: la performance y la instalación.
La performance, puesto que sólo existe en
el instante, es lo que se muestra en un momento dado. Finalmente, se relaciona
con el teatro. Aunque se trata más bien de un teatro sin texto, un teatro que
es, en sí mismo, su propia presentación y que puede incluir momentos visuales o
plásticos, puede incluir la danza (la danza, para mí, es muy importante en lo
contemporáneo), también la música, etc.
Entonces, la performance es un lugar de
encuentro de las artes, es el tránsito de la emoción artística y no su
detenimiento.
En cuanto a las instalaciones, cumplen en
el espacio lo que la performance cumple en el tiempo: disponen en el espacio un
conjunto de elementos, de colores, de objetos que es efímero, que está
instalado y que va a estar también desinstalado, apoderándose del lugar del
espacio por un momento, exactamente igual que la performance se apodera por un
momento del tiempo y, después, desaparece.
Lo que tenemos es un arte satisfecho con su
propia desaparición, un arte que muestra su capacidad de desaparecer. Todo lo
contrario del arte para ser contemplado, porque lo que se contempla es lo que
no desaparece. En cambio, el arte contemporáneo muestra su desaparición: no
sobrevivirá.
De esta manera podemos entender los
problemas del arte contemporáneo y la palabra «contemporáneo», la cual quiere
decir todo esto. Y en particular surgirá una cantidad de proyectos diferentes
que van a utilizar todas las técnicas y medios. Por ejemplo, en este tipo de
arte la imagen artificial, el vídeo, etc., juegan un papel muy importante
porque también es un arte de la imagen en movimiento.
Muy bien. Después de todo lo anterior,
quisiera hacer una incursión en la crítica del arte contemporáneo, haciendo
virtud de mi oficio de filósofo. Con respecto a lo contemporáneo siempre será
cuestión de formular una pregunta. Con lo cual lo que haré aquí serán críticas
virtuales, si se quiere, críticas que uno podría hacer y que yo voy a hacer
para demostrar que, precisamente, pueden hacerse.
Pienso que pueden hacerse tres críticas
posibles:
- una crítica ontológica,
- una crítica estética
- y una crítica política.
Esas críticas conciernen a formas extremas
del arte contemporáneo, y no tanto a la tentativa del arte contemporáneo mismo.
Creo haber demostrado que el arte contemporáneo es fuerte e interesante.
En cuanto a la crítica ontológica, es la
siguiente: creo que la filosofía del arte contemporáneo es una filosofía de la
finitud pero también es una filosofía del tránsito y la desaparición. Ahora
bien, no es seguro que ello esté completamente justificado. Acaso el ser mismo
acepte lo infinito y, también, puede suceder que el tránsito y la movilidad no
sean más que apariencias. Podríamos decir que el arte contemporáneo toma
posición en el gran conflicto entre Parménides y Heráclito, sólo que tres mil
años después. Sabemos, aunque sólo sea a nivel escolar, que Parménides
declaraba que el Ser es uno, eterno e inmóvil y que Heráclito declaraba que el
Ser es móvil, pasajero y múltiple. Toda una parte del arte contemporáneo está
del lado de Heráclito, eso es innegable. Es una elección, pero hay que saber
que se trata de una elección y que el arte contemporáneo está sostenido por
esta elección filosófica, consciente o inconscientemente. Y aquí podría haber
una primera discusión sobre este punto, una primera crítica virtual posible.
La crítica estética seria la siguiente:
gran parte del arte contemporáneo rechaza la diferencia entre la forma y lo
informe. Conocemos la existencia de un arte del desecho, un arte de lo que
aparece como amorfo. Conocemos esa tendencia artística que aspira a deformar
toda forma, a exhibir como gesto artístico la deformación y no, simplemente, la
invención de una forma. También existe un arte del horror y de lo desagradable,
un arte de cadáveres en formol, un arte trash.
Son tentativas justificadas pero pienso que, estéticamente, esta equivalencia
entre la forma y lo informe es también una trascendencia escondida, porque
recuerda una dialéctica —muy importante en el arte romántico— entre lo sublime
y lo abyecto. Esta dialéctica de lo abyecto y lo sublime, el hecho de que lo
inferior también pueda ser superior es, en realidad, una dialéctica romántica
y, quizás, buena parte del arte contemporáneo sea un romanticismo escondido,
precisamente por lo que respecta a esta figura de la dialéctica entre lo
abyecto y lo sublime. Por lo demás, se sabe que esta dialéctica siempre ha
formado parte del cristianismo, donde los monjes debían vivir de manera
abyecta, en la pobreza y en la suciedad, para que su pensamiento estuviera enteramente
dirigido a Dios y, entonces, se produjera un momento donde lo abyecto se
transformara en sublime. En buena parte del arte contemporáneo siento este
cristianismo estético y, en el fondo, sospecho de esos artistas que quieren ser
santos para restablecer e inscribir en lo abyecto, en lo informe, la aspiración
escondida a lo sublime y lo santo. Ésta sería una crítica también estética a
una parte del arte contemporáneo.
Y, finalmente, la crítica política es la
siguiente. En nuestro mundo, ¿cuál es el gran modelo de aquello que es
inmediato, de lo que circula, de lo que acontece, de lo que muere en cuanto
aparece, lo que debe ser consumido y después debe desaparecer? El modelo de
todo esto es la mercancía.
Hay que ver claro que la ideología de la
finitud, de la equivalencia de las cosas, de su inmediatez —la idea de que el
propio arte debe estar en la circulación anónima, el hecho de que nada debe ser
contemplado pero que todo debe ser consumido—, es la ideología de la mercancía.
Y quizás encontremos ahí el secreto de esto que es muy evidente: la existencia
del mercado del arte, especialmente del mercado del arte contemporáneo, en donde la valorización
no genera ningún problema pues obedece a las mismas leyes de la oferta y la
demanda, leyes que regulan la circulación de las mercancías. En el fondo,
podríamos decir que en el arte clásico y moderno la obra de arte es un tesoro,
se basa en el modelo del tesoro. Un tesoro es aquello que podemos guardar en
nuestro sótano, aquello que vamos a contemplar, lo que vamos a poseer como un
objeto. Por cierto, los museos exponen tesoros. Es justo criticar esta visión
del arte, esta identidad de la obra de arte y el tesoro. Pero es de temer que,
después de haber sido un tesoro, el arte, ahora, ya no sea más que una moneda,
que allí donde estuvo guardada ya no circulará y que allí donde debería
quedarse va a desaparecer.
El arte contemporáneo es, por tanto, el
arte de la época financiera del capitalismo, admitiendo que el arte clásico era
el arte de la época del tesoro. El arte contemporáneo es, realmente, el arte de
nuestro tiempo, pero, quizás, es tanto su ilustración como su crítica,
existiendo, en todo caso, una ambivalencia entre ambas, así como en otras
épocas el arte era, al mismo tiempo, esplendor crítico y, también, un tesoro.
Las formas del arte contemporáneo no nos permiten salir de esta ambivalencia.
¿Qué hacer? Creo que el arte debería
transformarse en algo más afirmativo que, más que criticar el estado del mundo
y criticar el arte mismo, debería buscar los recursos secretos del mundo, las
cosas positivas pero escondidas, los elementos de liberación que aún están a
punto de nacer, que están naciendo. Y ello manteniendo sus orientaciones
contemporáneas, y su importante violencia crítica. El arte debería ser,
también, una promesa, debería prometernos algo dentro de su capacidad
subversiva. Hay que desconfiar de la consolación, pues el arte no ha de ser
consolador y no está para arrullarnos, aliviarnos o protegernos. Pero prometer
es otra cosa.
Pienso que estamos en un tiempo en el que
es esencial recordar lo que es el mundo a través de la propia fuerza del arte,
a través de su nueva fuerza contemporánea. Pero, asimismo, el arte tendría que
decirnos lo que podría ser, como reverso del propio arte. También es una
función del arte tener una visión de futuro. No siempre hay que anunciar el
desastre, aunque haya razones para hacerlo. Creo, más bien, que el arte debe
decir que el desastre es posible, que quizás es más que probable, pero que
podemos evitarlo. Tiene que decir, también, que algo en todo ello depende de
nosotros: a eso es a lo que yo llamo una promesa.
Entonces, diré, simplemente, que el arte
contemporáneo despliega todas sus funciones multiformes y sin forma, pero que
también tiene la capacidad de recordarnos todo aquello de lo que somos capaces.
Muchas gracias.
- Alain Badiou
Buenos Aires, 11 de mayo de 2013
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