miércoles, 1 de agosto de 2018

Inciertas cosas


(Texto publicado inicialmente en noviembre de 2015 en la revista digital del Laboratorio Mexicano de Improvisación, codirigido por José Carlos Ibáñez, Diana Sánchez Rodríguez y yo.)

Comenzar por precisar el sentido de las palabras que ocupamos, sobre las cuales nos encaramamos como en vehículos más o menos eficaces, es cosa oportuna a la hora de abrir una discusión.

Para el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia ídem (DRAE; en línea, consultado en octubre de 2015), “incertidumbre” significa “Falta de certidumbre”; y este último término resulta sinónimo de “certeza”. La certeza es tanto “Conocimiento seguro y claro de algo” como “Firme adhesión de la mente a algo conocible, sin temor de errar”.

Aun cuando no nos asiremos al DRAE como un cristiano a la Biblia —no somos almas pródigas de regreso a ningún redil de certidumbre académico-hispanista—, destaquemos, sin embargo, que es sintomático que la definición no se refiera a las circunstancias objetivas, externas a la persona. Es decir, la incertidumbre —siempre siguiendo nuestra provisional definición fetiche— no es la carencia de estabilidad de las circunstancias dentro de la cuales uno vive, sino en cómo las vive uno mismo consigo. Se refiere a la experiencia subjetiva y no atañe en sí el entorno del sujeto. Lo cual, huelga aclararlo, no deja de emitir ecos en aquello que circunda al dicho sujeto.

Cuando cualquiera de nosotros dice que “Fulano está viviendo una etapa de incertidumbre en su vida” suele referirse a la inestabilidad e imprevisibilidad en su empleo, en su dinero, su carrera, sus relaciones personales… siempre con un dejo de lamentación. Para sentirnos bien necesitamos al menos una certidumbre. Poca o mucha, dependiendo de cada persona. Pero vivir permanentemente flotando en el aire y sin andamiajes para nuestra conducta es deplorable. Esa certidumbre, tal como implica la definición que hemos adoptado, es interna.

En la profesión artística ¿hasta qué punto se puede hablar de (in)certidumbre? ¿En qué grado?

Aquí permítaseme retomar una noción esbozada por el escritor Félix de Azúa. Éste define dos tipos de artista (aunque Azúa lo centra sobre todo en los poetas), que pueden resumirse a grandes rasgos así:

a) El modelo clásico de poeta (MCP), quien “era un hombre culto que leía en latín y griego, sabía de memoria libros enteros, y era moderadamente rico”; y que sentía aprecio “por la tarea, por el trabajo, por el esfuerzo, el sacrificio y el oficio”. Era, pues, un simpatizante de los valores de la certidumbre. Azúa menciona a Góngora y Machado. A mí se me ocurren ahora los pintores neoclásicos como Ingres, por mencionar a alguien más.

b) El modelo vanguardista de poeta (MVP), el cual “puede ser un perfecto analfabeto y muy pobre”, suele tener “una capacidad de autodestrucción acentuada” y deplora con frenesí las virtudes de la disciplina y la estabilidad: verbigracia, los literatos Rimbaud, Artaud, Kerouac, Bukowski, un pintor como Basquiat y un cada día más inflado etcétera.  

Como todas las categorizaciones, ésta es un modelo de la realidad, no es necesariamente la realidad misma. Pero es una herramienta útil para pensar sobre nuestro tema.

Recordemos, teniendo en cuenta lo anterior, en la última vez que hayamos entrado a un museo donde hubiera expuesta alguna obra —alguna “cosa” en general— que tuviera que ver con el arte contemporáneo o incluso el arte moderno: vale decir, que perteneciera al siglo XX o al XXI.

Más allá de que el artista que haya elaborado esa cosa haya profesado su simpatía personal por el modelo clásico o por el vanguardista, es claro que su obra se inscribe dentro de un mundo en el cual es cada día más difícil interpretar lo que quiso decir —por sencilla que haya podido ser su intención individual.

Confrontados con tal fenómeno, con esa “cosa” —obra, producto—, ésta nos increpa. Estamos obligados a entablar un diálogo con ella. Las respuestas en semejante conversación no están dadas. No existe un código que a priori estabilice el discurso.

Antes, por ejemplo en el siglo XVI, existían códigos” para “leer” ciertas imágenes. Eran una especie de diccionarios de imágenes, como los libros de iconología (definida ésta como “Representación de las virtudes, vicios u otras cosas morales o naturales, con la figura o apariencia de personas” [DRAE]). Destaca la famosa Iconologia (Roma, 1593) de Cesare Ripa, que fue referencia para innumerables pintores de obra alegórica basada en el tesoro enorme de la mitología grecolatina y la tradición cristiana.

Sin embargo, con el avance de la modernidad esos códigos cayeron en un estante cada vez más polvoso de las bibliotecas. En el umbral del siglo XX el universo del artista “clásico” ya estaba muerto. A este mundo ya no pertenece el modelo clásico. Podemos afirmar que el “clasicismo” —en la acepción de Azúa— no ha quedado en pie. Hoy ya nada sobrevive de él, salvo una lúgubre nostalgia por lo perdido irremediablemente.

Poco a poco emergió otro mito: el del artista que sigue el arquetipo de nuestro MVP: un individuo que desestabiliza todos los valores, un romántico infiltrado dentro de las instituciones más respetables y tradicionales. Este artista moderno destruye, cuestiona; a veces y sin ambages dinamita estructuras enteras. En numerosas ocasiones se trata de la fascinación pueril por ver caer la pedacería de la antigüedad venerable, como lo aventuraron los dadaístas, los futuristas y algunos otros. Y cómo no disfrutar la ebriedad de descubrir mundos nuevos para el arte.

(No perdamos de vista, empero, que éste también es un modelo de la realidad y que eso no quiere decir que una mayoría de artistas asuman esa identidad en los hechos. Como mito, el artista romántico también ha ido siendo desmontado, en tiempos tardo- y posmodernos, en su heroicidad, su pretendida omnipotencia cuasi nietzscheana.)

Dentro de esa incertidumbre propia del papel del artista, permítaseme introducir ahora una perspectiva más: la de la estructura misma de la obra. Para describir cómo el arte contemporáneo abre procesos pero no necesariamente los cierra, nos es especialmente útil Obra abierta de Umberto Eco.

Partamos de que la estructura de las obras de artes está hecha de, entre otras cosas, signos. Estos signos están organizados por el artista y son asimilados por un receptor. Podemos, asimismo, ubicar dos extremos en que los signos se organizan entre sí. Según la teoría de la información, los signos pueden convertirse en significado o quedar meramente como pura información cruda.

Si se constituyen como significado, los signos obedecerán un orden bastante o totalmente previsible; es decir: serán mayormente redundantes y no introducirán variables notorias en la estructura dada. Seguirán las convenciones establecidas por las condiciones históricas, sociales y culturales que anteceden a cada obra en particular. Hay modos de hacer obras que dan pie a cada obra individual.  Pueden responder a un género —bodegón, sonata, cuento...— o a un estilo —realista, neoclásico, expresionista…—.

En el otro extremo, la masa de información no se organizará de una manera reconocible por el receptor: quedará en un estado de ruido caótico. El código de lectura no será redundante en absoluto, o no producirá reiteraciones de la estructura. Así, la comprensión quedará minimizada. A veces, simplemente anulada.

Poquísimas de las obras existentes pertenecen puramente uno de los dos polos; antes bien, casi todas en medio de ambos extremos en una medida u otra.

En una obra definida como abierta el horizonte de posibles interpretaciones es amplio, dado que propone una cantidad muy alta de información. En una obra abierta el significado que sigue una sistematización está presente en una baja proporción. Esto conduce a una considerable abundancia de posibles significados que el receptor puede asignar al producto.

La ruptura de las expectativas es entonces patente: el resultado se vuelve inesperado. La forma adopta las ambigüedades. En ocasiones la finalidad del creador tampoco es clara, y ello es deliberado.  Todo lo cual abona a enriquecer la “pura” contemplación estética (si es que hubiera tal pureza) y a estimular la actividad e iniciativa del espectador.

Si bien es cierto que en el arte el significado no es unívoco (es decir que no tiene una interpretación única y excluyente) sino multívoco (detonador de interpretaciones múltiples), esta naturaleza se exacerba de manera deliberada en la obra abierta. Hay una intencional indeterminación. Las interpretaciones quedan escasamente confirmadas y la obviedad muere.

Sobre todo desde las posvanguardias que aparecieron tras la Segunda Guerra Mundial, se ha cultivado ampliamente la obra abierta. Se extendió ésta en numerosas disciplinas existentes y en otras emergentes como el happening, el performance, el arte objeto, las acciones, las intervenciones, etc.

Ahora bien, como dice Eco, no toda la información que ofrece un artista en una obra contemporánea es información nueva. Si lo fuera, no habría manera de relacionarse con ella. Siempre debe haber cierta cantidad de información reiterativa, alusiones a lo ya conocido.

Es decir, el arte contemporáneo, por muy cuestionador que pueda ser en sus mejores momentos, no es puro caos: siempre hay una certidumbre, algo a lo cual aferrarse y referirse.

(Valga anotar que toda obra que tenga importancia más allá de su propia época es siempre abierta, en el sentido de no detener sus posibles interpretaciones en un horizonte fijo.)

Tener, sí, una certidumbre es necesario entonces. Pero no nada más ésa que estabiliza la obra. Ante la indeterminación del mundo, de la cultura, de los códigos, de los lenguajes, de los diálogos, puede el artista entonces recurrir a la certidumbre interna. Abandonarse a la confianza en sus propias capacidades y en que el proceso de creación de la obra será fructífero per se. Tener el convencimiento de que abrirse a lo inesperado, al accidente afortunado, dentro de un proceso es una manera de enriquecerse, como lo muestran los casos de serendipia: esas ocasiones en que hallamos por sorpresa algo que originalmente no estábamos buscando. Olvidar también el miedo al fracaso y asumir los riesgos posibles de toda creación. Si el artista se dedica a una reinvención cotidiana no deja espacio a la frustración.

Y es también el espectador, por su parte, quien puede fiarse de la sensibilidad que indefectiblemente posee, y quien de seguro será crucial para abrir las interpretaciones a posibilidades antes no conocidas.

Abrámonos a todo lo que el arte nos ofrezca según se nos vaya presentando libremente. En el arte, como en el cerdo, todo sirve.

BIBLIOGRAFÍA
Félix de Azúa. “Rimbaud”, en: Diccionario de las Artes, Anagrama, Barcelona, 2002.
Umberto Eco. Obra abierta, Ariel, Barcelona, 1990.


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