Oye las Seis bagatelas para
cuarteto de cuerdas, Op. 9, de Anton Webern, compuestas entre 1911 y 1913.
Son pequeños juegos formales, enigmas urdidos por un ingenio enfocado
en los detalles nimios. Engranajes de relojero.
¿Comunican algo?
No en el evidente plano semántico. En primera instancia no representan
nada. Habitan el vacío. Su primer referente son ellas mismas. Son como
delicadas joyas autocontenidas, especímenes únicos. Son casos de suprema gratuidad,
huérfanos de un modelo que imiten.
Pero atención: para aprehenderlas debes someterte al «libre juego de
las facultades», como dice Kant. Es decir, el intercambio entre la razón, el entendimiento y la sensibilidad. (Debes someterte a este libre juego para aprehender
lo que sea, pero en grado extremo para oír estas bagatelas.)
Estas obritas no «representan» nada, pero son detonadores de un mecanismo
en quienes las oímos. Su trascendencia es la de ponernos en cuestión, interpelarnos,
hacernos confrontar nuestra propia capacidad de lectura y juicio...
Son artilugios con los que nosotros —mecanismos también— dialogamos.
El arte como grata máquina inútil.
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